lunes, 11 de mayo de 2015

Aponiente, la danza lúdica del mar


Llevaba mucho tiempo soñando con la posibilidad de visitar el restaurante de Ángel León en el Puerto de Santamaría, Aponiente. Mi último viaje me proporcionaba la ocasión ideal ya que se trataba de un recorrido concebido de oriente a poniente, desde el Cabo de Gata al Cabo de San Vicente, de punta a punta sur de la península, de un fin del mundo a otro, y camino de poniente hacer parada en Aponiente era casi una apuesta romántica del trayecto, un homenaje al camino, al mar, a los extremos, a lo que nos regala la salsa de la vida.      
También he de admitir que la propuesta de León me resultaba tan tentadora como enigmática. Estaba casi segura de que lo iba a disfrutar porque su reto me parece valiente e innovador, pero tenía mis reticencias respecto a los sabores con los que me iba a encontrar. No estaba convencida de que sus desafíos marinos, trampantojos y productos a los que no estoy acostumbrada me fuesen a conquistar del todo.



La primera sorpresa que me llevé al entrar en el comedor fue la de encontrarme con mesas desnudas, blancas y desnudas. No sabía aún que ése era el escenario adecuado para la función que se iba a desarrollar a continuación. 

El servicio en Aponiente es lo primero que se aparta de lo habitual. El equipo que atiende en la sala evoluciona con una sincronización casi perfecta, atentos a una coreografía en la que los comensales se convierten en el punto de rotación de sus acompasados movimientos.
Tortillita de camarones, de apertivo
Los platos, cubiertos y copas van llegando al mismo tiempo a quienes comparten mesa junto con la explicación pormenorizada de lo que se va a degustar. 

El adjetivo "divertido" es el más utilizado por el personal de sala para describir los platos, quizá no es el calificativo más habitual para referirnos a una propuesta gastronómica, pero resulta bastante adecuado para las sensaciones que pude experimentar durante la cena.

Nos decidimos por el menú selección, que no se corresponde exactamente con el que aparece en la web, aunque esto es del todo irrelevante porque en Aponiente casi nada es lo que parece. 

Sardina, caballa, calamar, ortiguillas, mejillón, ostra... Todo aquí se presenta como pasado por un mágico filtro que, potenciando el sabor lo convierte, sin embargo, en un alimento completamente distinto.








En este juego del que enseguida te hacen partícipe se atreven con trampantojos como este bol de gominolas en el que se camufla una yema de huevo rebozada en huevas ¿la veis? y, al ladito, un mollete son sashimi de calamar, que parece una lámina de tocino ibérico, o no?



Hay también platos absolutamente deslumbrantes, como estos mejillones con gelatina, merengue de agua de tomate y plancton y gazpachuelo del agua del mejillón. Fresco, lleno de texturas, delicado y sutil, pero también chispeante.






Y esta sopita de guisantes lágrima con coquinas y ñoquis..., qué suavidad, por dios, y qué bonita...




Otro juego curioso es el de la marbonara, una carbonara marina de calamar con huevo, sopa ibérica y plancton rallado, lección para italianos!

En realidad todo el menú es emocionante, despierta la curiosidad y las ganas de ir probando, pero lo mejor es que, además, todo está delicioso y eso, no lo olvidemos, es lo más importante. Yo no me conformo sólo con fuegos de artificio, la pólvora la tengo que sentir en el paladar.

Papada de pez espada





También hay una exquisita selección de panes que me hubiese comido casi sin acompañamiento.
Éste de la foto es de plancton.










Al ritmo de las pajaritas de madera de los camareros, acompañamos la cena con un Orto 2011 de garnacha blanca que a mí me resultó un tanto amargo, pero que también elevaba el tono de muchos de los platos tras ese trago de regusto almendrado.

El calamarito a la brasa con holandesa de tinta y cebolla rascadita con oloroso es también una experiencia curiosa, ya que a pesar de su sofisticación el sabor recuerda a los guisos caseros, sensación que se puede extrapolar a otras de las propuestas del menú como la carrillera de rape.







Y a quién se le ocurre preparar unas cocochas de pijota??? Pues aquí las tenéis con caballa en salsa verde, acompañadas de salicornia, una plantita de saladar que yo no conocía y que es extremadamente sabrosa, y con flor de ajo.





El menú es largo y retozón, pero te sumerge tanto en su oleaje que da pena cuando sabes que se está terminando, aunque... queden los postres.

El primero es un helado de limón en sopa de papaya, jejibre, galanga y uva de mar, o lo que en Japón llaman caviar verde, con brote de cilantro. De nuevo, placer, frescor, singularidad y familiaridad a un tiempo, dulzura y efervescencia, levedad y potencia, todo en una cucharada.
Luego llega el chocolate amargo con espuma de maíz, sal y aceite de arbequina y, de propina, un falso mejillón de chocolate y un ravioli de piña relleno de manzana verde.


Y cuando acabas dan ganas de cantar "...Lástima que terminó el festival de hoy..." y dan ganas, muchas, de agradecer la experimentación y la búsqueda, la apuesta por el mar y sus frutos, la locura de la originalidad y la constatación de la profesionalidad.

Y, por si fuera poco, te dan un regalo al salir, una bolsita de tesoros, como si de un pecio recién descubierto se tratase. 

Mereció la pena el viaje, la visita y lo que tuvo que ahorrar mi querido mecenas para darnos el gustito.



Fotos: Tito Expósito.




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