sábado, 24 de enero de 2015

Chirón, en Valdemoro, una estrella Michelín sin chispa.

Un regalo de Reyes, que no era para mí pero me incluía de refilón, me llevó a comer al restaurante Chirón, en Valdemoro. Un bono oferta de 39 euros, sin bebida, para un menú degustación, parecía una buena excusa para conocer un restaurante con una estrella Michelín recién renovada. El recibimiento fue frío, me pregunto si es porque éramos comensales "de bono", ay, qué triste! Sin media sonrisa de bienvenida, nos piden los tickets a bocajarro, hombre por dios, que no nos vamos a ir con el papelito de la promo en el bolso, que somos pobres, pero estilosos...
Y hablando de estilo, el local no tiene mucho. Pelín caduca la decoración, con algunos toques renovadores como la bodega acristalada, pero, en conjunto, no muy elegante.

oreos de torrefacto y queso
Nos ofrecen una copita de cava rosado, pues muy bien, tan a gusto, hay muy buena luz y tengo hambre!!! El menú que proponía el bono de marras no es el que nos fueron sirviendo en la mesa, y eché en falta alguna explicación sobre el cambio de los platos.
Empiezan a llegar los aperitivos, una oreo de torrefactos con queso, que tienen su gracia, un filipino de queso que..., bueno, galleta, galleta, queso y queso, suena y es repetitivo, y... una empanadilla frita de perdíz escabechada, esa sí, estaba para aplaudir. Sabrosísima, crujiente, con toda la esencia de la perdíz en escabeche apaciguada por la oblea bien fritita. Un sabor que permanece en el paladar y que además se queda en la  memoria durante toda la comida porque creo que ninguno de los platos siguientes fue capaz de superarlo.
Empanadilla de perdíz escabechada y filipino de queso

Continuamos con un tartar de salmón con yemas de espárragos sobre una vichyssoise también hecha de espárragos y, según nos dicen, coronado con huevas de salmón. La verdad, yo siempre que he comprado y comido huevas de salmón eran gorditas, me encantan porque eclosionan de modo contundente. Estas, sin embargo, eran bastante menuditas, rosadas, sí, pero no estoy segura de que fueran de salmón. El plato estaba correcto, para mi gusto predominaba demasiado el espárrago blanco, pero en general el sabor era delicado y puede que, en los últimos bocados, el salmón llegase a remontar el río de espárrago (este símil/chiste del salmón remontando el río, je, se lo he robado a mi mecenas, que también está colaborando con en el blog con sus fotos, ahora que su iphone 6 hace fotacas).


Luego, una tortilla de patata en copa, con su cebollita confitada en el fondo, la patata suave, bien cocinada, el huevo coronándolo todo. También estaba buena, no sorprendente, pero buena. Hemos de reconocer que ya lo tenemos un poco visto, pero se dejaba comer, sobre todo era jugoso y recordaba bastante al sabor de un buen pincho de tortilla, eso me parece lo más difícil de conseguir. Ah, nos ofrecieron unas láminas de trufa negra sobre el huevo, por 7 euritos más. 
Por cierto, como el menú no incluía bebida, elegimos para acompañar la comida, de nuevo, un vino de Méntrida, denominación de origen que está despertando mi curiosidad en los últimos tiempos. Esta vez, probé Las uvas de la ira. De precioso color cereza, muy cristalino, al olfato no me dio apenas matices (pero es que estaba aún convaleciente de gripe, así que no cuenta). El caso es que en boca tampoco me impresionó, demasiado ligero para mi gusto, sin apenas cuerpo y con poco recorrido. 
A todo esto, comentaré algo que ocurrió a lo largo de toda la comida y que me resultó un tanto desconcertante. No olvidemos que estamos hablando de una estrella Michelín. Yo ya había leído que se trataba de un restaurante familiar, así que deduzco que era el padre, quien entraba y salía de una especie de oficina, cuya puerta queda abierta al comedor. Pues bien, el señor hacía el camino de la cocina a la oficina con platos de comida, que deduzco eran para él, una cosa que no me digáis que no es rarita, no? Primero tener ahí la oficina, en el mismo comedor, luego comer dentro de ella, además ir cruzando el comedor con los platos... En fin, continuamos con un arroz con ali oli negro, también razonablemente bueno, una capa muy fina de arroz -eso me gusta- bien de sabor, o sea, se notaba que se había hecho con buen caldo, aunque el ali oli no decía nada, casi se lo podían haber ahorrado. 
Para finalizar, y antes de los postres, una cazuelita de rabo de toro, uno de mis platos favoritos.


No estaba mal, pero llevaba demasiado puré, demasiada grasa y el rabo, al ir deshuesado, perdía parte de su gelatinoso encanto, convirtiendo el resultado en plato de lo más normal. Lo mejor era, en este caso, la presentación.

Llegó la hora de los postres y estos tampoco consiguieron elevar el nivel de la degustación. Tarta de manzana, normal, gin tónic de manzana, que recordaba a un gajo de manzana confitado y embebido en ginebra, y unas bolitas de ¿arroz con leche? que parecían una chuche descongelada, trufas y más filipinos. Una pena. Un surtido de postres otra vez repetitivo y decepcionante.
Pedimos una copita de calvados y tardaron aproximadamente 20 minutos en servírnosla. Creo que al camarero se le olvidó por completo y no se asomó al comedor en todo ese tiempo. El resto del servicio tampoco nos hizo ningún caso en esos 20 minutos, que aprovechamos para relajarnos y echarnos unas risas, pero que no muestra una atención correcta. Luego nos trajeron las copas frías, cosa que no es nada adecuada para el calvados que, como mejor se degusta es a temperatura ambiente.
En fin, una estrella Michelín muy poco luminosa. No digo que comiéramos mal, pero esperaba más, más chispa, más sorpresa, más emoción, más subidón y, en general, mejor servicio.  

lunes, 12 de enero de 2015

La belleza existe para que nos podamos sumergir en ella.

Uno de los platos lienzo de Dabiz Muñoz



El otro día pensaba que cocinar y pintar son las dos actividades con las que consigo un mayor nivel de evasión. Cuando me meto en la cocina, cojo los pinceles o hago recortes para componer un collage, el tiempo adquiere una dimensión diferente, quizá más real, quién sabe. 
Inmersa en cualquiera de las dos actividades la mente se relaja, deja de analizar, no se enreda, no se agobia y los colores, los sabores, las piezas, parecen encajar a la perfección, fluyen. Yo dejo de ser yo, dejo de hacerme planteamientos y así las horas se disuelven, se ablandan, el tiempo se alía con la tarea, no la interrumpe, no impone su premura, es placentero, se ahueca.
Anoche un amigo me enviaba este vídeo, cuya leyenda es People who love to eat are always the best people. El vídeo es fascinante y, aunque sé que la cita no puede ser cierta, me encantaría pensar que sí, que amar la comida es también una forma de amar la vida, amar a las personas, al planeta, una manera de ser buena gente.
El vídeo me recordó la fascinante propuesta visual de la web de Diverxo, el restaurante del chef Dabiz Muñoz, una absoluta orgía de arte y cocina en la que dan ganas de sumergir el cuerpo entero y la mente, y el alma si existiera, venderla a ese precio.
Arte, cocina, comer, contemplar un cuadro, ensuciarte las manos con masas, salsas, carnes, pescados, vísceras, óleos, acrílicos, pasteles, acuarelas, pimentones, brochas, currys, pegamentos; aspirar los pigmentos, olisquear especias, espachurrar los frutos, mezclar color en la paleta... Cuál es la diferencia?

sábado, 10 de enero de 2015

El jinete sin cabeza, en La Laguna, cositas de toma pan y moja

Como vivo al trote entre Madrid y Tenerife, cuando llega este implacable invierno madrileño, la gente me felicita por poder trasladarme a la isla que tiene "seguro de sol". Je! Señoras y señores yo voy a La Laguna y lo de la eterna primavera allí, a veces, como que se les olvida un poco. Así que un par de días antes de Reyes, haciendo las últimas compras, ningún abrigo era suficiente, un airecito glaciar acariciaba mis orejas y enrojecía mi nariz.
Aguanté sin protestar (bueno, sin protestar mucho) hasta la hora del aperitivo y entonces sí, imploré un vinito en un lugar resguardado. Esa era la idea: tomar algo. Así que entramos en un local pequeñito que a esa hora ya tenía buen ambiente y pedimos unos vinos y un par de tapas.





...Y qué alegrías te puedes llevar a veces cuando tan sólo intentas quitarte el frío! Ésta fue una de ellas. El jinete sin cabeza, un gastrobar en el que caben poco más de veinte personas y con una de las cocinas más pequeñas que he visto, es un espacio en el que la gente rebaña los platos, o sea, un lugar de esos de toma pan y moja. 




Nos dimos cuenta enseguida, cuando nos sirvieron un fresco y colorido ceviche de lenguado, tan bien sazonado y tan aromático que nos despertó el paladar de golpe. La ensaladita y el pescado tenían el punto perfecto de consistencia, algo que a mí me interesa especialmente en los ceviches, ese difícil equilibrio entre la ternura y la tersura. Delicioso.

La segunda tapa que elegimos de un menú no muy extenso pero con cierta originalidad, fue un bacalao de Islandia con huevos de corral y papa asada. Otro derroche de color... y sabor. Yo seguía alucinada viendo a ese cocinero, que es también el dueño, Pato Pérez, desenvolverse en esa minicocina y sin ayuda. El restaurante pronto se llenó y sólo escuchaba halagos entre los comensales y veía cómo los platos regresaban a la cocina absolutamente limpios. 
El bacalao con huevos estaba delicioso, así, espolvoreado con pimentón de La Vera y esa yema derramándose casi sensualmente sobre las suaves papas...
Habrá que volver para probar otras cositas y también la cerveza artesana local que ofrecen y que despertó mi curiosidad. En un descuido, piqué un trocito de roast beef de vacío con crema de queso artesano de la mesa de al lado ;) aprovechando que hacía una foto al plato y que teníamos unos vecinos de mesa especialmente generosos.La carne me pareció un pelín seca, pero no me atrevo a juzgar por un único bocado y el roast beef tampoco es, así a priori, una carne especialmente jugosa.

Aunque no suelo tomar postre cuando voy de tapas, la verdad es que había disfrutado tanto con la comida, que me apetecía un final dulce. Dudé entre la pannacotta con dulce de leche y una de las dos tartas de chocolate que nos propusieron. Opté por la tarta de chocolate con ralladura de naranja y he de decir que, a pesar de que no soy muy amante de los postres de chocolate, no dejé nada en el plato y no mojé pan de milagro.




A estas alturas, como imagineréis ya se me había pasado el frío y se me había alegrado la mañana. Es un placer encontrar lugares en los que se cocina con gusto y siempre, siempre, los clientes lo apreciamos y lo agradecemos. 
El jinete sin cabeza ya no se me olvida y formará parte de mi ruta cuando me asome de nuevo a ese "fresquito" paraíso tinerfeño.









viernes, 9 de enero de 2015

¿De qué nos enamoramos?



¿De qué nos enamoramos?, se preguntaba el escritor croata Roman Simic. Seguramente nadie sería capaz de responder a tamaña pregunta. Quizá nos enamoramos de unos ojos, de unas manos, del matiz de una voz, de un gesto mínimo –un retirarse el cabello de la frente, un morderse los labios, acariciarse el hombro…-, o quizá nos enamoramos de algo menos concreto, un aroma, una piel que imperceptiblemente acariciamos, un nosequé que nos eriza, nos emociona, nos sorprende.

¿Con qué nos enamoramos?, me pregunto yo. Los ojos, la nariz, el tacto, ¿qué sentido nos arroja a ese placer inquieto, a ese dolor sutil del deseo y el vértigo? No somos desmembrables, somos conjunto, comunión, así que nos envuelve esa atracción completa y armoniosa, ese tic que despierta los ecos de forma simultánea e intuitiva en lugares del cuerpo y en rincones ignotos de aquello que trasciende el paladar.

Sí, paladar global, de eso se trata, de acercarnos al gusto con los ojos abiertos como platos, de acariciar la piel con los ecos del crepitar en el aceite, de oler cada una de las láminas de la cebolla con las papilas prestas a la melosidad del bacalao, de hacernos permeables a toda sinestesia y disfrutar así del enamoramiento salvaje de la gastronomía.

Porque comer es mucho más que saciar el apetito, porque cocinar es mucho más que procesar viandas, porque estamos hablando del enamoramiento, de la magia y de la trascendencia, porque queremos penetrar en lo sublime y emulsionarlo hasta que no podamos evitar rendirnos seducidos, caer en esa tentación y, si somos capaces, compartir el milagro.


miércoles, 7 de enero de 2015

Cinco sentidos se sientan a la mesa

La gastronomía del Pacífico colombiano –Valle, Cauca y Nariño- es la cocina de los cinco sentidos, tan embriagadora como colorida, deliciosa y delicada al gusto, de melosa textura, podría considerarse un retrato de la tierra.
Los platos que germinan en terrenos aislados como lo fueron estos, a los que sólo se podía acceder por rutas fluviales, condensan las emociones y la imaginación de sus habitantes. Al amanecer, las jardineras de los palafitos ya tienen preparadas sus hierbas para el desayuno, frescas y verdes para mezclar con la panela –el azúcar moreno más puro, sin refinar, también llamado rapadura en las Islas Canarias-, raíz de jengibre rallada y limoncillo. El plátano ya está en la mesa y se recoge de la tierra el poleo, el oreganón, la chillangua –melodía con ritmo de conga-, la albahaca negra… Con este olor en la cocina, la mañana sólo puede ser presagio de un día estimulante.
En las paliaderas, las mencionadas terrazas ajardinadas sobre el nivel de las mareas, también aguardan las cebollas y los ajís que tanto protagonismo adquieren en esta cocina negra indígena del Pacífico, alejada de los ecos españoles que se saborean en otras partes de Colombia.  El chef Carlos Yanguas prepara con algunos de estos ingredientes uno de esos platillos de hermosura cromática y aroma del Chocó.
El chef Carlos Yanguas en un taller


Se trata de un encocado de langostinos que se gesta en el momento en que se vacía el coco con la concha de una ostra y se extraen sus dos leches sin mezclarlas, de la primera en reposo se extrae el aceite. En la paleta de colores no puede faltar el rojo pimentón de la semilla de achiote, arbusto que regala semillas triangulares de amargo y potente sabor. 





El resto no tiene misterio, un sofrito sin tomate, el achiote molido, la segunda leche del coco y cuando el hervor espesa el caldo, se apaga el fuego y se baña el langostino. Algo más de cocción se requiere si se opta por calamar, choco o tollo ahumado. Un picado de cilantro lo perfuma y los cinco sentidos los disfrutan a un tiempo.

jueves, 1 de enero de 2015

Autocrítica gustosa de la cena de fin de año

Tengo ganas de cocinar. Llevo unos meses con un nuevo impulso culinario y creo que este año que empieza voy a dedicar más tiempo a la investigación gastronómica, incluso estoy pensando en animarme con algún cursito que vaya almohadillando mis numerosas lagunas. ¿Qué tal uno de sommelier para empezar? Me apetece mucho aprender de vinos más allá de la cata y la intuición del paladar. Así que a ver si encuentro uno asequible y os puedo ir contando.
También tengo la intención de ampliar la actividad de este blog y hacerlo más apetitoso.
Me estreno con esta autocrítica de la cena que preparé para Nochevieja compartiendo recetas que escogí del blog de Mikel Iturriaga y Mónica Escudero, El comidista.
Lo primero que tenía que tener en cuenta es que la casa en la que cocino esa noche no tiene horno, hay pocos utensilios de cocina y, por supuesto, no ha visto una thermomix ni de lejos, así que hay que adaptarse y elegir un menú factible ;)

En este Especial Navidad encuentro muchas propuestas que encajan con estas posibilidades así que me pongo manos a la obra y el menú resultante es el siguiente:
mejillones al currry, humeantaes y sonrientes
Empezamos con unos mejillones al curry . Como no encuentro curry rojo los preparo con el curry común, el que hay en la despensa. Es un plato sencillísimo, que lo único que tiene de laborioso es el ratito de limpiar los mejillones, el resto, chupado, y el resultado, brillante. Me gusta la idea de tostar a fuego lento la mantequilla porque el sabor se intensifica y les da un puntito ahumado muy interesante. La única variación que hice de la receta original fue la de añadir unas escamitas de sal a los mejillones una vez abiertos al vapor. Esta receta me la guardo por lo resultona y esa mezcla de recuerdo al mejillón de bruselas, pero con el toque oriental de la mezcla de especias asiática.

A continuación un par de bolitas de queso azul y manzana, unas croquetas con tropezones poco comunes: orejones de manzana, queso azul de auvergne y almendra tostada salada. En la receta el queso es cabrales, pero lo sustituí por este azul que teníamos en el frigo.
la preparación para la bolitas de queso y manzana
Me gustó mucho la combinación de sabores y el crujiente de la almendra, para conseguirlo, lo mejor es no triturarla mucho y que se noten los trocitos. Como salen bastantes, tendremos algunas para congelar ya formadas e irlas sacando y friendo cuando nos apetezca. La verdad es que se trata de un aperitivo muy agradable y, para ser una croquetita, da bastante juego.

Contiuamos con un ceviche de langostinos basado en el ceviche de gamba roja con aguacate y mango. Ahí pinché. Ya le había preguntado a @mikeliturriaga si podía susituir la gamba por el langostino. Me contestó que tranquilamente, pero mi fallo fue que sólo corté los langostinos en dos trozos, pero eran demasiado gruesos y los ácidos de la lima no fueron suficiente para que se cociera el marisco, así que estaban muy crudos y la textura era francamente desagradable. Tenía que haberlos laminado o cortado en trocitos más pequeños, así que, aunque la guarnición estaba buena, este plato no tuvo ningún éxito. No lo he tirado y voy a intentar reciclarlo blanqueando un poco los langostinos en agua hirviendo.
qué penita, porque de color estaba estupendo!

De eliminar el mal sabor de boca tenía que ocuparse el siguiente plato: salmón marinado con ginebra. Miedo me daba porque también se trataba de un experimento nuevo para mí. Ya había marinado salmón antes, pero nunca con ginebra y esperaba que el alcohol no se hubiese apropiado del gusto del pescado con demasiada agresividad. El olorcito que desprendía mientras se estaba llevando a cabo la alquimia me había traído buenos presagios, pero había que probarlo para comprobar el resultado final.




...Y fue delicioso. El salmón había cogido un gusto exquisito, muy aromático y nada alcohólico. La salsa de yogur le iba a la perfección, sólo cambié el cebollino fresco por eneldo, el resto, como en la receta. Si os parece complicado lo de convertir un trozo de salmón fresco en un sugerente marinado atreveos con esto, vais a flipar. Ah, importante las bayas de enebro, le aportan una fragancia brutal. Son fáciles de encontrar en el súper porque ahora están muy de moda para los gin tonics.

Tras este variadito de entrantes, el plato principal, también nuevo en mi cocina: conejo en pepitoria.
Me encanta el conejo, ya otro día os cuento lo ancestral de esta inclinación, y el pollo en pepitoria de mi madre es una institución, pero conejo en pepitoria era una combinación que no se me hubiese ocurrido. Un año, estando también aquí en Tenerife lo hice en salmorejo, una receta que, a pesar de compartir nombre nada tiene que ver con el salmorejo cordobés   y que me pareció, como dicen por aquí "muy gustosito".

Éste en pepitoria, que había preparado el día anterior para que cogiese bien el sabor, estaba bueno, pero, la verdad, sigo prefiriendo la pepitoria de pollo y, concretamente, la de mi madre, y es que hay cosas con las que no se puede competir... sobre todo con ésas que forman parte de nuestra memoria culinaria y emocional.

El postre nos alegró definitivamente la noche porque, aparte de rápidas, estas tartaletas de mazapán con yogur griego y crujiente de turrón dan el pego como no os podéis imaginar. No le contéis a nadie lo que se tarda en hacerlas ni lo que llevan y alucinarán de vuestra capacidad repostera.

Mis variaciones sobre la receta original fueron las de cambiar los frutos rojos congelados por otros conservados en zumo de uva, que reduje con la mantequilla y el azúcar, y ponerle un chorrito de miel de caña en vez de miel de abeja. Queda un postre delicado, crujiente, nada empalagoso y lleno de toques expresivos.

Acompañamos la cena con un blanco de La Palma que se llama Acertijo y que no reseño porque no nos emocionó el paladar y acabamos con el cava canario Brumas de Ayosa, un brut nature que huele y sabe a fin/principio de año intenso y feliz, el mismo que os deseo desde La salsa de la vida.