Lo de que el cliente siempre tiene la razón es, como cualquier máxima categórica, difícil de sostener. En España somos, en general, bastante complacientes y en raras ocasiones nos quejamos por lo que nos ponen encima de la mesa. Observo a los comensales en los restaurantes y creo que muy pocos se fijan realmente en lo que están comiendo. Los negocios, la familia, los amigos y amigas o los amores que comparten la ocasión parecen situarse por encima de las viandas y habitualmente la comida se convierte en mero acompañamiento. De cualquier forma, las cuentas que luego nos presentan bien merecen que nos paremos un poco a pensar si lo que hemos comido realmente vale lo que cuesta.
Curiosamente, y aunque reconozco que el cliente no siempre tiene la razón, la tónica general en los restaurantes es precisamente que el cliente "nunca" tiene la razón. En innumerables ocasiones, cuando comento que algún plato no está bien cocinado o está duro, o insípido, o sabe a quemado, o está crudo, las justificaciones de los encargados son variopintas y casi siempre concluyen en que soy yo la equivocada.
El otro día comí en un restaurante italiano de Madrid, La Tagliatela, una franquicia como tantas otras de la que no hay gran cosa que decir gastronómicamente hablando. Aseguran en su publicidad que tienen "la pasta de la veritá" pero me temo que se trate de un mito como el de la Bocca del mismo apellido que aún no se ha comido la manita de ningún mentiroso.
El caso es que pedí un risotto con magret de pato y trufa negra. Llegó a mi mesa volando con lo que deduzco que ya estaba hecho, o casi, pero aún así no estaba mal, tenía un sabor potente y agradable, sin embargo, al tercer tenedor... ay!, mastico tierra. No puede ser. No tiene lógica. El plato no lleva nada susceptible de soltar ningún tipo de arenilla. Llamo a la camarera y se lo comento. Va a la cocina y vuelve con el siguiente recado: "me han dicho que es imposible, que ni el arroz, ni el magret pueden tener tierra que, quizá sea la textura la que le parece terrosa, por la trufa pero, desde luego, tierra no tiene".
Esto realmente es como llamarte imbécil a la cara. O sea, que a mí la textura de la trufa (que ya os podéis imaginar qué clase de genuina trufa sería esa en un plato de unos 14 euros...) me parece un cachito de pedrusco que rozna entre las muelas, en fin. Me advierte la camarera que me pueden hacer otro, pero que va a salir igual, le digo que no y que me lo puede retirar. A los pocos minutos regresa pidiéndome disculpas, efectivamente lo han probado en cocina y tiene tierra, no saben de qué, pero la tiene. Se lo agradezco y lo hago sinceramente. Me parece bien que lo hayan probado y que se hayan dado cuenta, es una actitud elogiable que, aunque parezca la lógica si la persona encargada de la cocina tiene cierto prurito profesional, no es nada habitual y, mucho menos, reconocer el error. No pedí otro plato porque habíamos picado bastante pero al menos no me fui con la sensación de que me dejen por mentirosa (por si tengo que volver a Roma a meter la mano en la máscara de mármol).
No siempre hay que dar la razón al cliente pero sí tratar con respeto sus opiniones porque de ello depende, o debería depender, gran parte del éxito del restaurante. También es importante que, como consumidores, nos acostumbremos a fijarnos en lo que nos ponen en el plato, que saboreemos con calma y nos cercioremos de que el precio que pagamos por el menú se corresponde con el placer que nos ha proporcionado.
Curiosamente, y aunque reconozco que el cliente no siempre tiene la razón, la tónica general en los restaurantes es precisamente que el cliente "nunca" tiene la razón. En innumerables ocasiones, cuando comento que algún plato no está bien cocinado o está duro, o insípido, o sabe a quemado, o está crudo, las justificaciones de los encargados son variopintas y casi siempre concluyen en que soy yo la equivocada.
El otro día comí en un restaurante italiano de Madrid, La Tagliatela, una franquicia como tantas otras de la que no hay gran cosa que decir gastronómicamente hablando. Aseguran en su publicidad que tienen "la pasta de la veritá" pero me temo que se trate de un mito como el de la Bocca del mismo apellido que aún no se ha comido la manita de ningún mentiroso.
El caso es que pedí un risotto con magret de pato y trufa negra. Llegó a mi mesa volando con lo que deduzco que ya estaba hecho, o casi, pero aún así no estaba mal, tenía un sabor potente y agradable, sin embargo, al tercer tenedor... ay!, mastico tierra. No puede ser. No tiene lógica. El plato no lleva nada susceptible de soltar ningún tipo de arenilla. Llamo a la camarera y se lo comento. Va a la cocina y vuelve con el siguiente recado: "me han dicho que es imposible, que ni el arroz, ni el magret pueden tener tierra que, quizá sea la textura la que le parece terrosa, por la trufa pero, desde luego, tierra no tiene".
Esto realmente es como llamarte imbécil a la cara. O sea, que a mí la textura de la trufa (que ya os podéis imaginar qué clase de genuina trufa sería esa en un plato de unos 14 euros...) me parece un cachito de pedrusco que rozna entre las muelas, en fin. Me advierte la camarera que me pueden hacer otro, pero que va a salir igual, le digo que no y que me lo puede retirar. A los pocos minutos regresa pidiéndome disculpas, efectivamente lo han probado en cocina y tiene tierra, no saben de qué, pero la tiene. Se lo agradezco y lo hago sinceramente. Me parece bien que lo hayan probado y que se hayan dado cuenta, es una actitud elogiable que, aunque parezca la lógica si la persona encargada de la cocina tiene cierto prurito profesional, no es nada habitual y, mucho menos, reconocer el error. No pedí otro plato porque habíamos picado bastante pero al menos no me fui con la sensación de que me dejen por mentirosa (por si tengo que volver a Roma a meter la mano en la máscara de mármol).
No siempre hay que dar la razón al cliente pero sí tratar con respeto sus opiniones porque de ello depende, o debería depender, gran parte del éxito del restaurante. También es importante que, como consumidores, nos acostumbremos a fijarnos en lo que nos ponen en el plato, que saboreemos con calma y nos cercioremos de que el precio que pagamos por el menú se corresponde con el placer que nos ha proporcionado.
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