lunes, 19 de noviembre de 2012

Para raros, nosotros







¿Qué es lo raro? Lo raro es lo ajeno, lo que desconocemos, lo que nos sorprende. Es extraordinaria la cantidad de formas en las que se manifiesta la naturaleza en el reino animal y vegetal, produciendo todo tipo de sugerentes alimentos. Los diferentes ámbitos geográficos dan luz multitud de animales y plantas que pasan a formar parte de la dieta habitual de los habitantes de cada región y que dejan boquiabierto al visitante que, en ocasiones se considera incapaz de probar los manjares cocinados con tan desconocidos ingredientes. Pero, en palabras del antropólogo, Paul Bohannan, “para raros, nosotros”, así que aceptemos el reto y adentrémonos en terrenos inexplorados, abramos nuestra mente culinaria y dejémonos conquistar por lo extraño.


Sin duda, es todo un desafío para los sentidos pasear por un mercado como el de Nishiki, en Kioto, especialmente para una viajera occidental que se anima a oler, mirar y probar todo aquello que encuentra a su paso, pero que, en ocasiones, se queda con las ganas de saber qué clase de pescado, alga, tubérculo o legumbre es aquello que con tanta dedicación procesan en la parte trasera del puesto para, a continuación, ponerlo a la venta. Es ésta una curiosa práctica que no había visto en otros mercados del mundo y que incluye procesos como tostar el té, preparar sofisticadas tortillas y todo tipo de aliños para el pescado y las verduras al tiempo que se ofrecen a los compradores.
Pero volvamos al hecho de lo desconocido, del sabor, la textura, la forma, el color, el aspecto de todo lo novedoso. El paladar, pero también los ojos, el olfato, se acostumbra desde la infancia a determinados sabores, aromas y apariencias de los alimentos, de aquellos platos que nos resultan familiares y, por tanto, “normales”. Cuando, lejos de casa, te paras a mirar la cantidad de comestibles que ni siquiera sabías que existieran, te percatas de la inmensa capacidad de la naturaleza para producir y del ser humano para aprovechar lo que está a su alcance.
La cocina japonesa, delicada y elegante, se sirve de numerosísimos ingredientes que están muy alejados de los habituales en la cocina occidental. El miso, el tofu, diferentes algas y vegetales; pescados procesados que se consumen, incluso, como chucherías –tal es el caso de las populares niboshi, pequeñas sardinas secas japonesas, que se venden en todos los kioskos-, las deliciosas vainas inmaduras de soja –edamame- y un sinfín de salsas, condimentos, pastas y harinas.
En esta época, la del momiji gari, en la que se ruborizan los árboles de los primorosos jardines nipones, los exigentes comensales del país no se resisten a la tentación de otro aperitivo singular y, de nuevo, prácticamente ignoto en las mesas de occidente: la nuez de gingko.





Bailando ardientes sobre un lecho de sal, componiendo hermosos paisajes gastronómicos, estas pequeñas perlas, nacaradas valvas vegetales, contienen el brillo verde de una semilla con corazón de sabor almendrado suave y sutil, un placer lento y carnoso que, asado, consigue desprender sus mejores talentos. Los japoneses las comen con fruición, pasándolas de una mano a otra, quemándose las yemas de los dedos, hasta que consiguen abrirlas, lo más calientes posible, y descubrir la blandura interior, como quien casca el huevo de un diminuto animal prehistórico.
¡Qué excitante resulta la constatación de todo lo que nos queda por probar, de todas las sorpresas que aún podemos regalar a nuestros paladares!  Sólo hay que explorar, explorar y atreverse.